Libro 1: Desde la Prehistoria a la Edad Antigua
Antonio Espinosa Ruiz
Capítulo 1: Nosotros los africanos.
Hace 65 millones de años comenzaban a levantarse nuestras sierras, las que cierran la comarca, brutal pero imperceptiblemente empujadas por enormes placas de corteza terrestre. Este proceso continúa, porque la tierra es un planeta vivo, pero los Homo, las personas, no nos damos cuenta. Nuestra vida es demasiado breve. Somos unos recién llegados.
Justo antes de que se formara la Marina Baixa, es decir, de que se empezaran a alzar esos murallones montañosos que nos aíslan del resto de las comarcas vecinas, ocurrió un hecho que marcaría profundamente a este planeta: un meteorito de entre 10 y 18 Km de diámetro (al menos tan grande como el término municipal de Vilajoiosa, para que nos hagamos una idea) impactó al otro lado de la Tierra, en la Península del Yucatán, lo que produjo efectos catastróficos, entre ellos una de las extinciones masivas —sí, ha habido otras— de especies animales y vegetales. Este dejó de ser, rápidamente, el planeta de los dinosaurios, pero faltaba mucho tiempo para que fuera el nuestro, el de los humanos. Nuestros pequeños antepasados primates tenían más bien, en aquel momento, un aspecto de ardillas.
Los homo sapiens somos hermanos de otras especies humanas que se han ido extinguiendo, como los neandertales, de los que luego hablaremos; primos hermanos de otros géneros, como los Paranthropus; y primos segundos de los Pan (los chimpancés y los bonobos). Con estos formamos lo que los biólogos llaman una “tribu”: la tribu de los homininos. Los miembros de esta tribu compartimos el 98,7% de nuestros genes. Visto de otra manera, solo un 1,3% de nuestros genes nos diferencia de los chimpancés. Hoy la ciencia de la genética nos permite comprobar fácilmente, con una sencilla prueba de ADN, lo que la brillante mente de Charles Darwindescubrió hace ya 180 años: somos realmente familiares muy cercanos, aunque a ellos los cazamos y nos gusta observarlos mientras están encerrados en sus jaulas. Cuando miramos a los ojos a un chimpancé, estamos mirando a un primo del que nos separamos en la evolución de las especies hace solo seis millones de años. Seis millones de años no es nada. Para nuestro planeta, que se formó hace 4550 millones, es apenas un suspiro; lo es incluso para la vida, que solo mil millones de años después ya nadaba en los océanos.
Un poco más allá tenemos a nuestros primos terceros: el resto de homínidos, como los gorilas y orangutanes, de los que los homininos (nuestra “tribu”) nos separamos hace unos 20 millones de años. Apenas un 1,6% de nuestros genes nos diferencian de los primos gorilas.
Pero volvamos a nuestra familia más próxima, a nuestros numerosos “hermanos”, de los que somos el único superviviente. Al nuestro antecesor común lo llamamos con cierta soberbia “Homo habilis” (“hábil”), y también hemos ido poniendo a otras especies de esta evolución nombres muy sonoros, como ergaster (“el trabajador”), erectus (“el erguido”) o antecesor (“el explorador”). Para nosotros hemos reservado el rol de los más listos de la familia (“sapiens”: literalmente, “sabio”).
Algunas especies nos acompañaron en el planeta hasta hace muy poquito. Nuestros hermanos neandertales, que vivieron desde hace 230.000 años en Europa hasta Asia Central, se extinguieron solo hace unos 28.000 años, y solo nos diferenciamos de ellos en un 0,2% de nuestro ADN.
Los últimos reductos de neandertales se refugiaron en el sur de la Península Ibérica, donde acabaron desapareciendo. No podían competir con nosotros, los sapiens, que vinimos de África hace solo 50.000 años. Si lo queremos simplificar podríamos decir que los europeos eran ellos, y nosotros los africanos. Recientes estudios de ADN demuestran que muchos de ellos eran pelirrojos o rubios, de piel blanca. Curiosamente, los neandertales siguen vagamente (de un 1 a un 5%) presentes en el ADN de las poblaciones sapiens no africanas, lo que quiere decir que al principio de nuestra llegada, cuando nuestras diferencias genéticas aún eran suficientemente pequeñas para permitir el cruce de especies, aún tuvimos tiempo de consumarlo. Los neandertales viven en las células de nosotros, los euroasiáticos.
Técnicamente, los sapiens actuales somos AMHS, es decir, Homo sapiens anatómicamente modernos. Tenemos lo que se llama “comportamiento moderno”, una serie de rasgos que nos ha llevado a dominar el planeta, como el pensamiento abstracto, la planificación profunda, el comportamiento simbólico (por ejemplo, el arte o la música), la caza mayor y la tecnología de los instrumentos de corte.
En la última parte de nuestra existencia hemos desarrollado incluso la capacidad de escribir. Y aquí comienza la Historia: cuando se registra lo que sucede, de forma que perdure para la posteridad. De todo lo anterior no nos han llegado más que retazos de leyendas, mitos incrustados en las religiones que los sapiens hemos ido inventando para dar explicación a cosas que nos eran inexplicables, como el sol y la luna, la lluvia o el rayo, la vida o la muerte. Todo eso anterior a la escritura es lo que llamamos Prehistoria.
La Prehistoria es casi toda la existencia del género Homo, millones de años que solo pueden ser desvelados por la ciencia, porque ellas y ellos solo transmitían sus historias de boca en boca, y se las llevó el viento. Pudimos emplear un lenguaje complejo para contar esas historias desde que nuestra laringe comenzó a ocupar una posición más baja, y es probable que otras especies hermanas como los neandertales y el pequeño Homofloresiensis también lo tuvieran. El floresiensis se extinguió en su reducto de la isla de Flores (Indonesia) hace unos 50.000 años, coincidiendo también con nuestra llegada a ese archipiélago. Ninguno de los hermanos ha sobrevivido a nuestra compañía.
Si no nos retrotraemos a nuestro antepasado el australopiteco —al que ya reconocemos en fósiles de hace unos cuatro millones de años— y nos ceñimos al género Homo, hemos de volver al ya mencionado Homohabilis, que vivió en África entre hace 2,4 y 1,6 millones de años.
Si dividimos nuestra existencia en 1000 partes, entre 997 y 999 corresponden a esa Prehistoria, dependiendo de la zona del mundo en la que nos encontremos. Casi toda esta Prehistoria pertenece al período que llamamos Paleolítico, literalmente ‘Edad de la Piedra Antigua’, que coincide con un período geológico que llamamos Pleistoceno. El Pleistoceno fue una sucesión de ciclos muy fríos (glaciaciones) y más templados (interglaciares) que obligaron a las especies Homo a adaptarse continuamente. Los paisajes, las plantas y los animales no se parecían mucho a los actuales.
Durante la última glaciación, la llamada Würm, las playas de Vilajoiosa estaban en un punto que se encuentra más de veinte kilómetros mar adentro en la actualidad. Cuando acabó la glaciación, hace unos 11.550 años, comenzó el período geológico actual, que llamamos Holoceno. Con el inicio del Holoceno los enormes casquetes de hielo polar se comenzaron a derretir y el nivel del mar subió entre 100 y 150 metros, convirtiendo a la Malladeta o Les Talaies en cerros costeros, cuando antes eran montañas situadas muy al interior.
Este aumento del nivel del mar, de 15 o 20 cm. por siglo, casi imposibles de percibir durante una vida humana, produjo cambios drásticos en nuestro paisaje. En la actualidad, el mar está subiendo 3 milímetros por año. Cualquier persona poco concienciada —es decir, la gran mayoría, incluyendo presidentes de gobiernos de algunos países desarrollados— pensará que 3 milímetros es muy poquito; pero los cálculos de nuestros mayores expertos nos hablan de subidas del nivel medio del mar de hasta 2 metros durante el siglo XXI. Es una transformación casi diez veces más drástica que la del Holoceno, y la hemos provocado los inteligentes de la familia, los sapiens, con nuestro modelo de éxito basado en el crecimiento y el consumo continuos.
Una de las utilidades de la Historia (y dentro de ella, la Arqueología) es la de proporcionarnos conocimientos que nos permitan corregir o prevenir errores. No aprovechar esos conocimientos para resultar una especie sostenible nos convertiría más bien en Homostultus (Homo no ignorante, sino estúpido). La solución la tenemos en nuestras manos como individuos y como especie, no solo a escala global sino sobre todo a escala local. El comportamiento de muchos Homo fuerza a sus élites a modificar las políticas: las élites no son nada sin sus tribus; y el mecanismo cultural positivo más poderoso ha sido históricamente la educación y el ejemplo: si queremos perdurar dos millones de años más tenemos que desarrollar la inteligencia tribal, que pasa por el conocimiento, por la empatía y por la capacidad crítica de cada una y uno, también de las y los que leéis este texto. Ese es el propósito de esta breve Historia de Vilajoiosa, buscar las claves y propiciar un mayor conocimiento de nuestro pasado y de nuestro lugar en este pequeño planeta, y ayudar así a crear un futuro para las siguientes generaciones de sapiens.
Tras estas pinceladas de nuestros orígenes más remotos, podemos ocuparnos en el siguiente capítulo del Paleolítico, y por tanto del Pleistoceno, en nuestras tierras. No sabemos cómo se llamaban entonces, antes de que los fenicios fundaran una colonia en Vilajoiosa y nos trajeran la escritura, haciéndonos de esta forma entrar oficialmente en la “Historia”. Parece bastante claro que esa colonia se llamó Álon, y que en el umbral del siglo XIV se fundó la vila nova de Vilajoiosa, que es nuestro nombre reciente (no la forma oficial actual, sino la forma original). Hasta Álon no tenemos textos, solo restos a los que prehistoriadores y arqueólogos tenemos que hacer hablar, pero los primeros registros de que disponemos no nos cuentan nada: Álon no aparece en los textos fenicios, la hemos descubierto los arqueólogos, y no nos dejó más que pequeñas inscripciones en jeroglífico egipcio (como las de la Cantimplora de Año Nuevo) o en fenicio (como las de una pequeña plaquita metálica de las excavaciones del sector Jovada de la necrópolis de Casetes). Hemos de esperar a los primeros historiadores cuyas obras han perdurado, los griegos. Pero eso, nunca mejor dicho, es otra historia. Ahora pongamos el reloj en -2 millones de años y veamos qué ocurre.